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miércoles, 20 de febrero de 2013

Cabina o La Concha del Apuntador

por ALEJO PIOVANO


Nombrarla en los años sesenta ya era motivo de risa entre los actores, y se prefería, por lo menos en Buenos Aires, el eufemismo de «cabina». La visión que se tenía desde ella era bastante particular. El apuntador estaba a nivel del piso y sin embargo todos dependían de sus «pies» de letras, de su entendimiento del mecanismo entero de la representación y un delicado conocimiento, para decir el texto más necesario que abre el mecanismo de la memoria. Escondido, guardado, en medio del escenario susurraba a todos los actores sus textos. Tan en medio de la escena y tan oculto, tenía algo de metáfora, de lo que se dice ahora, poética escénica. El espectador no lo veía y nadie reconocía su lugar. El error en su trabajo era escándalo en los camarines, y cuando el éxito aparecía, era solo de los actores. Los superficiales narcisismos actorales no toleraban su existencia. Conocía, desde los ensayos, la pieza entera. También los modos de cada actor para escuchar-recibir-incorporar el texto. Cuando los cambios de cartelera de piezas teatrales eran muchos en una misma compañía, no había copias de la obra, eran caras. El las tenía. Se encargaban a personas dedicas a la tarea y había que pagarla. Un actor recibía sus cuartillas o su copia en papel manteca apto para los papeles carbónicos. De ahí quizás viene lo de mandarse «la parte». La pieza entera con los roles asignados se leía en un primer ensayo frente al autor y en épocas posteriores con el director.
Esa cabina tal vez fue un invento del teatro a la italiana del 700. No he encontrado gráfica que pruebe su existencia aunque ya existía como función, antes de ese siglo. Y su permanencia se prolongó en los escenarios hasta la mitad del siglo XX y aún perdura en los teatros de ópera. Su función surgía de la necesidad de memorizar de los actores y cantantes,  no de su interpretación, que estaba asegurada. Aún hoy, es fácil escuchar que «si te sabés la letra, lo demás es lo de menos», una frase que apela a los mejores trucos con que se manejan los actores para ganarse las emociones de los espectadores.
En la Radio Porteña, en un programa llamado Teatro desde el Teatro, de la década del 50, en la transmisión de las distintas obras desde los teatros, los micrófonos captaban las voces de los apuntadores. Eran aún épocas en que la producción teatral era muy variada, y  los intérpretes necesitaban recordar sus partes o papeles, o cuartillas porque los estrenos eran frecuentes y los éxitos de muchas representaciones, pocos.
No he escuchado últimamente las trasmi-siones del Teatro Colón, pero hasta los años ‘80, recuerdo haber oído en las trasmisiones la voz del apuntador.
En el teatro de prosa su desaparición se debe a nuevas técnicas teatrales donde la memorización del texto es una exigencia tácita y todo lo que no responda a ello es desestimado.
En mis recuerdos de los años ‘50 y de los ‘60  los apuntadores existían ya no en la cabina, si no, en algún escondite de la tramoya y  me dijo un actor que a «los artistas», no se les debía apuntar con «intencionalidad», y que  eso era requerido sólo por los malos actores.
En la actualidad casi no se lo utiliza ni siquiera en los ensayos, los nuevos asistentes de directores y los actores carecen de la práctica que permitía aprender la letra cuando ya la obra pasaba las funciones necesarias para considerarla un éxito.
También recuerdo que entre los quince y diez y ocho años, tuve el cargo de apuntador del texto en el Teatro Libre Florencio Sánchez. Mi experiencia me recuerda que el texto de la pieza  pasaba a conformar una involuntaria partitura musical. 
Las cadencias de las voces, sus volúmenes, velocidades o sus ribetes más pasajeros  transformaban casi siempre al texto en una obra musical de cámara, cuyo «ritmo» era una señal  más, de una buena o mala representación. Todavía una modesta pieza de teatro alcanzaba cincuenta representaciones y era considerada éxito después de las cien funciones.
Nunca trabajé desde la «concha de apuntador»,  que para esos años ya estaba anulada y sí apunté entre bastidores, pero imagino que en el primer caso que narré, la relación que se podía entablar con un actor era de menor a mayor, quiero decir el mayor dependía de la exactitud del apunte para poder dar vuelo aspecto cabal a  su interpretación. El actor siempre estaba arriba. Desde la tramoya, la relación cambia, es de igual a igual, y surgían pequeños conflictos por el error en ritmo del apunte de los textos. En ambos casos, era un testigo total del rigor interpretativo de cada actor, una presencia muy poco deseable para los equívocos actorales.
  El apuntador aún no ha desaparecido del teatro musical, las novelas televisivas y algunos programas informativos, y en esto dos últimos casos permanecen con medios electrónicos en los oídos de los actores. Con el nombre de «cucaracha», anticipa los textos, para mejorar la eficacia de los actores y periodistas.
  Tanto ha desaparecido su presencia, que ni siquiera el «Diccionario del Teatro» de Patricia Pavis (1980), lo menciona  y si  lo nombra como traspunte, cuyo nombre, se refería a otras tareas detrás de la escena..  
  En resumen el apuntador es un desparecido del teatro, que quita el fantasma del otro, el superyo. Deja al niño del yo, único en el escenario, libre de ser quien es. Sin que algún otro   sea su hacedor y le apunte el texto. Con la cabina se fue el fantasma del otro. Quedó solo el actor en el escenario, libre de ser, sin un hacedor

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